El pastor que camina entre fusiles y narcos

https://www.notiredsanjuan.com/2017/10/el-pastor-que-camina-entre-fusiles-y_14.html
La
iglesia evangélica adoctrina en los peores barrios de Río, donde nadie más
llega.

Hay lugares
dejados de la mano de Dios adonde sí llegan sus pastores. Es viernes de
madrugada en Costa Barros, uno de los complejos de favelas más
peligrosos de Río de Janeiro. El pastor André Assis, de 45 años,
aparca su destartalado Fiat en un patio entre cuatro edificios con vistas a un
río de aguas fecales. Sale del coche acompañado de tres de sus hermanos, todos
vestidos con traje y los zapatos llenos de polvo. Caminan por un callejón
del que, en apariencia, es un barrio muerto, sucio y oscuro, hasta que llegan a
una cancha de baloncesto donde se prepara el baile de esta noche. El funk —la
omnipresente música de las favelas— suena a todo volumen. Algunas adolescentes
esperan en los bares cercanos ensayando posturas sexis ante la cámara de sus
teléfonos móviles.
Hace 10 años
que Assis se mueve en el submundo del crimen de Río donde, cada 80 minutos, una
persona muere asesinada. El pastor, con su Biblia, conquista territorios a los
que el Estado brasileño solo llega con policías en carros blindados. El
propósito de estas visitas es siempre el mismo: arrancar jóvenes del
narcotráfico y del consumo de drogas, una cruzada personal que comenzó en las
prisiones hace una década. Las almas que pretende salvar tienen apenas dos
salidas: cárcel o muerte.

Un hombre
grande con una pistola en la cintura y un joven en chanclas con un fusil les
cortan el paso. El pastor da las buenas noches y les invita a la oración. El
hombre de la pistola asiente y mira para otro lado, el joven suelta el arma,
cierra los ojos y Assis le pone la mano en la cabeza. Rezan juntos un par de
minutos mientras los ayudantes del pastor reparten panfletillos con oraciones.
Luego se despiden sin ceremonia y el chico vuelve a agarrar el fusil. El ritual
se repite en el corazón del narcotráfico de esta favela, donde el aumento de
armas de guerra la hacen cada día más inaccesible. Nadie aquí cuestiona o se
incomoda con la presencia de Assis. Representa, a su modo, la única autoridad,
además de la de sus jefes, que estos jóvenes armados respetan. Y temen.
La labor del
pastor es una muestra más de la penetración de las Iglesias evangélicas en
Brasil, donde el catolicismo pierde influencia desde que dejó de pisar la calle
refugiándose en sus sacristías. En los últimos 40 años, los evangélicos pasaron
de ser el 5,2% de la población al 22,2% consolidando su propio grupo
parlamentar capaz de influir en la agenda del Congreso y lanzar candidatos. El alcalde de Río, Marcelo
Crivella, es un antiguo obispo de una de estas Iglesias.
En muchas
favelas de la ciudad, que se desangran con el recrudecimiento de la violencia y la grave crisis económica,
el gas, el agua y la conexión a Internet son distribuidos por los traficantes
previo pago de tasas abusivas. Aquí no llega el correo, ni los técnicos de la
compañía de la luz, tampoco hay guarderías suficientes, ni bibliotecas, mucho
menos alcantarillado. Hay, sin embargo, cada vez más templos evangélicos. “La
Iglesia ha pasado a ser un show, pero Jesús estaba en medio de los pecadores,
de las prostitutas, de los bandidos. Y creo que esa es mi misión”, dice Assis.
La travesía
del pastor es ingrata. La fe de sus fieles compite con armas, mujeres, drogas y
poder, pero antes o después algunos de esos traficantes acaban acordándose de
él. Jackson, un joven de 23 años con orejas de soplillo, buscó al pastor cuando
sus propios colegas traficantes le condenaron a muerte tras la desaparición de
un buen puñado de dinero. Él no había sido, pero donde impera la ley del
tráfico, la justicia se imparte con balas arbitrariamente. Jackson, que fumó su
primer porro a los ocho años y era uno de los guardaespaldas del jefe de su
favela, ahora lleva traje de chaqueta y una Biblia en la mano y sigue los pasos
del pastor, tratando de evangelizar personas, tomándose a sí mismo como ejemplo.
Un año
después de huir de su sentencia de muerte, Jackson aún vive en el centro de
recuperación donde Assis lleva a quien decide seguirle. El Instituto Reviviendo
con Cristo es una construcción humilde, con una cocina comunitaria y
habitaciones donde apenas cabe una cama. En ellas duermen hasta 55 hombres que
cambiaron las drogas y el crimen por la oración. Los tiros se oyen al otro lado
del muro, pero nadie se inmuta con los disparos, mucho menos el pastor. Es
parte de la rutina de Antares, una favela paupérrima, desde la que, tras coger
una camioneta, dos autobuses y el metro, uno llegaría, tres horas después, a la
playa de Ipanema.
Los alumnos,
como Assis llama a sus pupilos, hacen ayunos de purificación y, arrodillados,
rezan todos juntos en voz alta. Para ganar unas monedas fabrican desinfectante
concentrado que venden en las calles al mismo tiempo que pregonan el Evangelio.
Antes de comer forman una fila militar, alzan las manos y agradecen a Dios a
gritos. El ritual pone los pelos de punta. “Creé este lugar porque me di cuenta
de que mi trabajo estaba incompleto. Una vez, en una de las situaciones más
chocantes de mi vida, un traficante me llamó. Lloraba y suplicaba que lo sacase
de allí. No pude ayudar, no tenía dónde llevarlo”, cuenta el pastor.
Luiz, de 28
años, se acerca para contar su historia. Hasta hace dos semanas el demonio se
manifestaba a través de su cuerpo, advierte. “Cuando le tocabas gruñía como un
animal y ponía los ojos en blanco”, ilustra el pastor. Luiz ahora tiene la
mirada perdida. Con 13 años sobrevivió a un accidente de tráfico en el que perdió
a su madre y sus hermanos. Su padre, apenas un recuerdo fugaz, solo apareció
para buscar los papeles que le sirviesen para tramitar una indemnización. “No
durmió conmigo ni una noche”, recuerda con rabia.
El muchacho
era una presa fácil para el narcotráfico. En aquella época, además, lo único
que hacía era esnifar cocaína. Mató gente, entre ellos a un violador, amenazó y
maltrató a sus mujeres.
Perdido en su
adicción, Luiz llegó a liderar un punto de venta de drogas en su favela, un
puesto de relativo respeto dentro del crimen. Ganaba, asegura, 6.500 reales
(1.700 euros) por semana, 20 veces más de lo que ganaría hoy como pintor. Hace
un año la policía entró en la favela donde traficaba y le disparó seis tiros
que tiene repartidos por todo el cuerpo. Una bala le rasgó el cuello, otra le
dejó un hueco en la cabeza. Perdió un 10% de masa encefálica. Tras recuperarse
buscó al pastor. “Ya hice mucho mal a los otros. Vi muchas madres llorando por
mi culpa. Antes no me importaba Dios, pero ahora estoy fortaleciéndome”,
asegura.
El traficante cumple años
De Costa
Barros, el pastor conduce media hora hasta el enorme complejo de Maré, otro territorio gobernado por el narcotráfico. Esta
noche se celebra el cumpleaños de uno de los jefes. Son las dos de la mañana y
parece que nadie duerme. En mitad de la calzada dos señoras venden caldo de
carne en ollas de aluminio, los feriantes preparan el mercadillo del día
siguiente, los bares están llenos y algunas familias, con abuelas y bebés,
toman el fresco en las puertas de sus casuchas de ladrillo. En todas las
esquinas hay grupos de adolescentes vendiendo cocaína, marihuana y una droga
compuesta a base de cloretilo y éter lista para aspirar. Los coches atraviesan
la calle con las bocas de los fusiles asomando por las ventanillas y motos con
chicos armados para una guerra aceleran al pasar.
Es una noche
pésima para que un pastor haga su trabajo de apaciguar almas. Pero Assis sigue,
camina y entra, como cada noche. La fiesta, en una cancha deportiva escondida
tras un callejón, está regada de whisky Chivas 12 años mezclado con Red Bull.
Nadie parece tener ganas de oír la palabra de Dios. Ninguno de los 20 hombres,
armados con fusiles y collares de oro, se acerca a ver al pastor. Las mujeres,
escotadas, con vestidos muy ceñidos, están demasiado ocupadas alimentando sus
redes sociales.

Un hombre en
la treintena destaca por el par de kilos de oro en collares que cuelgan sobre
su camiseta de Calvin Klein, todos con imágenes de la Virgen y Jesús. Es un
traficante en paradero desconocido para la policía. Lleva, como todos, un arma
en la cintura y, como muchos de ellos, reza todos los días. ¿Cómo es posible
creer en Dios y al mismo tiempo ser miembro de la mayor facción criminal de Río de Janeiro? “¿Se
cree que yo no quiero salir de esta vida? ¿Que no me gustaría poder ir al
centro comercial con mi mujer? Si pudiese volver 17 años atrás haría todo
diferente. Hoy no puedo dejar la favela. No soy un hombre feliz, pero dejar
esta vida es complicado”, se justifica. Añade que hay palabras del pastor que
le tocan. “Realmente llegan al corazón, pero otra cosa es entregarse a ellas”,
corta. “Cuando consiga estabilizar a mi familia podré pensar en salir. Ahora
no”.
El traficante
relata que fue “criado en el Evangelio”, pero que mató a su primera mujer por
el “ansia del mal”. De cualquier manera, dice, no da un paso sin consultar a
Dios. “El otro día me robaron 100.000 reales y yo estaba convencido de quién
había sido. Estaba nervioso y le pedí a Dios que me dijese si era realmente
quien yo pensaba. Prometí que si me ayudaba no le mataría”, cuenta. Al día
siguiente se despertó con la imagen del traidor en la cabeza, el mismo de quien
desconfiaba, y corrió a ajustar cuentas con él. “El tío empezó a temblar y
confesó. Se lo había gastado todo, ni siquiera podía devolverme una parte. Pero
cumplí. Le di un guantazo y le dejé ir”.
La fiesta en
las calles de Maré no termina. El homenajeado desfila eufórico en pleno
espectáculo de fuegos artificiales. Rodeado de sus soldados apunta su fusil
hacia el cielo. Todo el mundo calla. Las familias que miran desde la puerta de
su casa buscan discretamente el refugio de la pared. Tras cinco ráfagas de
tiros estruendosos, suelta un grito triunfal. El pastor decide marcharse. Son
las cuatro de la mañana.
—Pastor, ¿no
se frustra?
—No soy un
iluso, pero sé que cada una de estas visitas servirá para algo. Me siento como
aquel colibrí en un incendio que hace miles de viajes cargando apenas unas
gotas de agua en el pico. El resto de animales del bosque se burla de él, pero
el colibrí sabe que está haciendo su parte.
MARÍA MARTÍN// EL PAIS.COM
Publicar un comentarioDefault CommentsFacebook Comments